Vargas Llosa: el escritor y su sombra

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Juan Luis H. González


Murió Mario Vargas Llosa, uno de los grandes de la literatura latinoamericana y universal, y también uno de los más polémicos. Viene a mi memoria el prólogo a los Cuentos completos de Julio Cortázar, publicados por Alfaguara. El peruano lo escribió poco tiempo después de la muerte del gran cronopio, y ahí reconoce no solo su talento narrativo, sino también su dimensión como pilar del Boom, incluso pese a sus diferencias ideológicas y políticas.


Vargas Llosa me cautivó como lector. Me atrapó su estilo, su fuerza narrativa, su rigor. Las de cajón: La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral me marcaron fuerte y para siempre, como a muchas y muchos de mi generación. Ahí está todo: el poder, la derrota, la rabia, la memoria, el amor. Pocas veces alguien escribió con tanta precisión sobre el barro y los fantasmas de América Latina.


Lo leí por primera vez en la preparatoria. Don Andrés, mi padre, tenía una pequeña biblioteca personal y ahí estaba parado, fusil en mano, Vargas Llosa. Era una edición vieja y subrayada de La ciudad y los perros. Desde la primera página me atrapó esa mezcla de violencia, disciplina y desencanto. Me metió en un mundo áspero, pero también profundamente humano. Después vinieron los demás libros. Lo seguí como se sigue a los maestros: con cierta devoción y con la certeza de que estaba tocando algo verdadero.


Sin embargo, años después empecé a tomar distancia. Como opinador, como figura pública, como político, Vargas Llosa cada día parecía más distante de mí y de sí mismo. Y no era porque ya pensara muy distinto a lo que yo creía —eso es lo de menos—, sino porque, a veces, sus juicios parecían viscerales y faltos de justificaciones. Vargas Llosa, de pronto, se vio en la necesidad de sentenciar, de simplificar, de creerse por encima del resto.


Se volvió predecible. Cualquier gobierno que no entrara en su molde era inmediatamente autoritario, populista o, peor, una amenaza civilizatoria. Su defensa de la democracia, que en teoría comparto, se volvió una especie de cruzada moral con justificaciones muy cuestionables, sin contexto, sin matices. Como si se le hubieran olvidado sus propias novelas. Como si ese ojo crítico que retrató al dictador dominicano o a los burócratas limeños se hubiera cerrado ante la realidad.


De los autores del Boom, fue con el único que renegué. A García Márquez lo entendí, a Cortázar lo abracé, a Fuentes lo seguí. A Vargas Llosa lo discutí y lo saqué de mi vida un buen tiempo. Luego lo defendí con culpa, hasta que lo volví a abandonar hasta su reciente muerte.


Pero no soy malagradecido. A Mario Vargas Llosa le debo mucho. Me enseñó que la literatura puede ser una forma de enfrentarse al poder, que las palabras bien usadas son más filosas que una consigna política o una plataforma partidista, que los escritores, como las personas, no son perfectos y que no tienen por qué serlo. Así son algunas relaciones: te conmueven, pero también te fastidian. Te dan luz, pero también sombra. Como la vida, como la familia, como la amistad, como la política, como uno mismo.


Hoy que se fue, no tengo respuestas claras. Solo tengo la certeza de que puedo admirarlo y cuestionarlo a la vez. Que tengo derecho a quedarme con sus novelas y no con sus columnas. A aplaudir su genio narrativo y a criticar muchas de sus posturas políticas. A decir que fue enorme… pero no siempre lúcido. 


A los de mi generación nos enseñaron a idealizar a los grandes pensadores y artistas, pero yo preferí verlos con sus fisuras y sus contradicciones, con sus momentos de gloria y sus tropiezos. A fin de cuentas, uno también es eso: fragmentos, amores contrariados, memorias cruzadas, huellas que no siempre encajan, pero que ahí están, marcándonos y haciéndonos.


Vargas Llosa fue eso para mí: un genio y una espina que incomodaba. Y tal vez ahí esté su última enseñanza: también se puede querer desde el desencuentro. Hasta siempre, Mario Vargas Llosa, gracias por regalarme la fe en la literatura y por enseñarme a dudar de la política.